El sentido de vida erigido en torno a la humildad - Volumen 11 Número 1
El sentido de vida erigido en torno a la humildad
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The meaning of life built around humility
Dr. Bogar Escobar Hernández
Universidad de Guadalajara, México
bescobar71@yahoo.com.mx
https://orcid.org/0000-0003-1568-7135
Fecha de Recepción: 13 de febrero de 2025
Fecha de Aceptación: 1 de julio 2025
Fecha de Publicación: 3 de octubre de 2025
Financiamiento:
La investigación fue autofinanciada por el autor.
Conflictos de interés:
Los autores declaran no presentar conflicto de interés.
Correspondencia:
Nombres y Apellidos: Dr. Bogar Escobar HernándezCorreo electrónico: bescobar71@yahoo.com.mx
Dirección: Av Juárez 976, 44100 Guadalajara, Jal., México
Esta investigación es resultado del proyecto de investigación denominado: Estudio de las conductas tendientes a la obtención de sentido vital.
Resumen
El propósito que orientó este trabajo fue analizar una veta poco explorada en torno a la creación de un sentido de vida en el ser humano, aquella inspirada en la virtud de la humildad. La cual remite a lo mínimo y a lo sencillo. En marcado contraste con un contexto social en donde se opta mayoritariamente por la grandeza definida a partir del poder, el dinero y el prestigio. A partir de ello, en el presente estudio se tomaron cuatro estudios, el del encargado de la limpieza, el del albañil, el maestro rural y hermano menor franciscano, a modo de ejemplos ilustrativos de la preferencia de una significación de la existencia en la que prime lo substancial sobre lo superfluo, lo permanente sobre lo efímero, lo realmente valioso sobre lo que solamente parece serlo.
Palabras claves: sentido; vida; humildad; soberbia.
Abstract
The purpose that guided this work was to analyze a little explored vein around the creation of a sense of life in the human being, that inspired by the virtue of humility. Which refers to the minimum and the simple. In marked contrast to a social context where the majority opts for greatness defined by power, money and prestige. From this, in the present study four studies were taken, that of the cleaner, that of the mason, the rural teacher and the franciscan friar minor, as illustrative examples of the preference of a meaning of existence in which The substantial prevails over the superfluous, the permanent over the ephemeral, the really valuable over what only appears to be so.
Keywords: meaning; life; humility; pride.
“La humildad es una virtud humilde: incluso duda de ser una virtud […] quien se jactara de poseerla mostraría simplemente que no la tiene” (Comte-Sponville, 2000, p. 143).
Introducción
Uno de los rasgos históricamente más dominantes con relación al comportamiento humano es la proclividad a sustentar la razón de la vida a partir de la grandeza personal, la que suele definirse sobre todo a partir de la adquisición y ejercicio del poder, mediante lo que se tiene en términos económicos y el reconocimiento social, y no tanto por lo que se es como ser humano. Este último aspecto obedece al predominio de un sesgo en la interpretación de lo que se entiende por grandeza, a partir del cual ésta se entiende como la capacidad de poder más y tener más que otros, es decir, según una noción de superioridad sobre la alteridad. Y, en la medida que dicha creencia es comunicada social y culturalmente, incide directamente en el conocimiento existente sobre el mundo[1], al tiempo que promueve un determinado modo de ser.
Por otra parte, en contraste con el contexto enunciado, resalta un comportamiento diametralmente distinto, el del privilegiamiento de lo humilde como medio de significación de la existencia, de aquello que comunmente no es percibido como protagónico, deslumbrante o imponente, de ahí que, desde cierto enfoque, no puede ser considerado como grandioso, aunque, como se intentará poner de manifiesto en el presente estudio, ello no implica que carezca de utilidad o relevancia. Se trata pues, de una conducta evidentemente contrastante con la aspiración a la grandeza, al predominio, al esplendor, a no ser menos que nadie. Por ello, dicho proceder es objetivamente definible como atípico, al ubicarse en una posición opuesta a la que prevalece en la mayoría de la población, de ahí que permita identificar y caracterizar otras vías de expresión humana encaminadas a la fundamentación del ser y estar humano en el mundo. En ese orden de ideas, interesa analizar lo referente a la conformación de un sentido de vida con base en un modo de actuar gravitante en torno a la humildad, a lo que normalmente no tiende a reconocérsele un rol destacado en la organización social, de manera que quien rige su comportamiento de acuerdo a dicho criterio pareciera un ser irrelevante. Algo que no es necesariamente cierto considerando que su accionar no deja de ser incidente y perceptible en la medida que, en menor o mayor grado, produce un efecto en su realidad personal y en la colectiva.
Consecuentemente, el enunciado sentido de vida fundado en humildad implica un factor de contraste o contra punto que apertura la posibilidad de examinar una veta singular de la conducta antrópica, la cual, tiene el potencial de aportar información valiosa sobre el uso del libre albedrio, ya que la misma esencialmente responde a un uso del tiempo vital que refleja una concepcion original respecto de lo estimado como más valioso. Al respecto, se parte del supuesto de que cuando se elige significar el yo a partir de una existencia de bajo perfil, manifiesta ésta en una ocupación profesional socialmente descriptible como representativa de la humildad, y a partir de la cual su persona y su labor se inscriben dentro de una norma de acción centrada en el servicio a la otredad. Una vocación que no puede sino estar motivada por “una concepción del ser humano superadora de su escoramiento individualista, para entender la dimensión interpersonal y social del ser humano como uno de sus elementos esenciales”[2].
En donde, quien procura fijar su sentido vital mediante un ser y quehacer orientados hacia el beneficio colectivo, al margen de que los mismos se caracterizen por el privilegiamiento de lo humilde, deviene un símbolo del nosotros más auténtico y liberador en la medida que supera la dictadura impuesta por la tendencia humana al egocentrismo. Logrando con ello llevar el yo a un punto exacto de equilibrio, el del reconocimiento del otro como un medio de realización de la propia persona en la medida que se contribuye a la atención de las necesidades extra personales.
Un escenario en donde se confirma que la existencia discierne su significación por medio de la entrega[3], entrega de conocimientos, de recursos materiales y económicos, de tiempo, de afecto, o de cualquier otro aspecto con la capacidad de incidir propiciamente en una o más personas. Aunque ello pueda conllevar una existencia anónima, sin estridencias ni reconocimientos, e incluso, pueda requerir notables esfuerzos y sacrificios. Y si bien dicho proceder, en principio, pareciera conducir a un no ser o la frustración de la realización personal, es plausible estimar que en realidad tiene el potencial de suscitar un ser en plenitud y una realización auténtica si ese proceder es asumido de manera voluntaria y genuina en respuesta a un ideal de servicio. Aunque no puede obviarse el hecho de que se trata de una conducta no subordinada a lo que socialmente se percibe como un actuar inteligente y conveniente, sino de uno en cuyo trasfondo se encuentra una racionalidad no común, la de la intuición de la grandeza oculta en lo humilde, en lo que no tiende a ser considerado como de mayor relevancia, y, por ende, más digno de ser ambicionado. Lo que implica también que no se le concibe como un medio de obtención de poder, dinero o reconocimiento. Un comportamiento social muy probablemente inducido por una mentalidad en donde lo esencial del ser se ve sustituido por la valorización preferencial de lo que le es externo y superfluo, al no constituir propiamente uno de sus atributos intrinsecos. Como si no fuera susceptible de ser valorado por sí mismo. Lo cual estaría denotando que quien procura “engrandecerse” con recursos ajenos a la propia naturaleza de su esencia humana, como es el caso de lo político o lo económico, de forma paradójica, dificulta la manifestación de lo más genuino y valioso de su yo. Puesto que es virtualmente como si su ser quedara minimizado debido al privilegiamiento de una grandeza ficticia.
A partir de lo anterior, resalta el hecho de que para hacer emerger y trasmitir la esencia de una persona, es necesario adherirse a la verdad, la cual se presenta únicamente cuando las creencias tienen una “correspondencia con los hechos”[4], al mismo tiempo que se practica un sistema ético, al ser éste el medio para regir las creencias[5]. Ello resulta indispensable para que el individuo supere el riesgo de asumir como una verdad aquello que no lo es, tal como se verifica en el privilegiamiento social de un modelo de grandeza que no corresponde con la realidad humana primordial, la del servicio a la alteridad como motivo nodal de la propia existencia, lo cual es sustituido por la condición opuesta, el conflicto constante con otros seres humanos percibidos como un obstáculo para la consecución o preservación de la grandeza personal, a partir de la cual se pretende fundamentar la existencia. Una situación que pone el ser en un constante estado de alerta y desasosiego. Por su parte, el sujeto que nuclea su razón de vida en la esfera de lo modesto y sencillo, tiene mayores probabilidades de desarrollar una condición de armonía en la interacción con sus semejantes y de experimentar un estado emocional sereno y equilibrado, siempre y cuando tenga la capacidad de percibir y valorar la auténtica relevancia de su presencia en el mundo.
En donde dicho auto conocimiento debe remitir a una presencia reveladora de una mentalidad desbordante de lo común, una en donde prevalece la acción humilde y sencilla como norma de vida, más aún, como medio de ordenación y justificación del ser, de modo tal que el yo se haga mínimo, o por así describirlo, se vuelva virtualmente trasparente en un entorno social en donde no únicamente se aspira a realizar una labor considerada valiosa y primordial para el buen funcionamiento de la vida colectiva e individual sino que también haga visible y proporcione prestigio a su autor, como es el caso de los médicos, los educadores, los científicos, los filántropos o los empresarios. Si bien cabe introducir el matiz de que la trasparencia del yo que se hace mínimo tiene una naturaleza relativa. Ya que puede inferirse de forma objetiva que el individuo capaz de detectar y asumir la cardinalidad sin estridencias y la satisfacción de necesidades auténticas mediante la realización de labores modestas, no puede sino devenir alguien con un incuestionable aporte de orden benéfico para sí y para aquellos con los que entra en contacto directo o indirecto. Y, lo que es más determinante, una presencia benéfica que le proporciona a su ser un sólido y pleno sentido.
Así pues, teniendo como ejes referenciales las ideas previamente enunciadas, se analizarán enseguida algunos casos en los cuales se refleja de manera representativa la conformación de un significado para la existencia, articulado en torno a un ser y una ocupación caracterizables como humildes.
Se trata de un oficio sin el debido reconocimiento social y por el que usualmente se percibe un estipendio poco cuantioso. En lo cual, subyace una paradoja, la de que se recibe una percepción económica baja a cambio de una actividad laboral muy demandante en términos del esfuerzo físico realizado, lo que supone una falta de correlación entre el ingreso y el esfuerzo realizado, al margen de que se trata de una ocupación para la que no se requiere un alto nivel de conocimientos adquiridos mediante una preparación educativa formal. En donde pareciera predominar el criterio de que las actividades manuales no son acreedoras a un ingreso considerable, algo que, de ser así, estaría suponiendo la puesta en práctica de un prejuicio presente en el imaginario social. Capaz de inducir en el imaginario colectivo la imagen del empleado en labores de limpieza –sea que lo haga en instituciones profesionales o en ámbitos domésticos–, como una especie de antítesis del éxito y el posicionamiento social sobresaliente, tanto por el tipo de trabajo que cumple como por el nivel de vida humilde que el mismo conlleva debido a su magro ingreso.
Ahora bien, tomando en consideración la mencionada imagen depreciada, por así definirla, se puede plantear que el ser humano que asume la limpieza como ocupación laboral de manera libre y comprometida, y, que inclusive, disfruta el hacerlo, es porqué tiene el servicio como uno de sus valores de primer orden, mismo que lo insta a actuar con base en la procuración del bien para sus congéneres, al hacerlo ello experimentar una profunda felicidad, entendida ésta como “el sentimiento de satisfacción que experimentamos ante la totalidad de la vida y ante la idea de que esta vida puede prolongarse de la misma forma”[6].
Tal conjetura, resulta indispensable para exponer una explicación objetiva y aceptable para el comportamiento de aquellos individuos que hacen su labor de limpieza con evidente entusiasmo y delectación, al margen del escaso incentivo inherente a la misma en términos de la obtención de una posición de autoridad, un ingreso pecuniario o un reconocimiento.
Actitud que supone un estímulo de naturaleza singular tal como lo es la persuasión de que la asistencia al otro, aun cuando ésta se verifique en algo modesto como lo es el tema de la higiene, suscita en el fuero interior de quien la realiza una felicidad equiparable a un bien superior, lo cual, remite a una desestimación de los símbolos de valor convencionales (como son los casos del dinero, el poder y el renombre) ambicionados por la mayoría de la población, a ello obedece que no predomine el interés por experimentar la condición de felicidad superlativa propia del ser humilde, es decir, de aquel opuesto a la noción tradicional de grandeza. Por ello, quien encuentra disfrute en el oficio de la limpieza puede ser interpretado como un actor social original y transformador, dada su vivencia de valores alternativos cuyo rasgo nodal es el éxodo, el éxodo de sí mismo motivado por el servicio a la alteridad y el éxodo de aquello estimado como más relevante. En manifiesto contraste con un contexto colectivo en donde el “trabajo bien hecho y, sobre todo, exitoso, con marcas externas de prosperidad es el fin de la praxis, la actividad que vale por ella misma”[7].
Tal desmarcamiento convierte a ese tipo de actor social en una persona tipificable como anómala o extraña. Una apreciación que no tiene necesariamente una connotación negativa, siendo más propiamente sintomática del uso de una capacidad humana fundamental, la libertad de elección o libre albedrio que permite establecer un modo de vida dotado de mayor congruencia y autenticidad, uno en donde el ser discierne un significado para su vida. En dicha circunstancia, el acto de limpiar un espacio físico elevado al nivel de actividad profesional se enlaza de manera sutil pero rotunda con la trascendencia del yo. Esto es, lo aparentemente insignificante y lo efectivamente significativo en estrecha vinculación. Lo cual no se produce a partir del acto en sí sino por el sentido que se le da al mismo, de modo que en cada jornada laboral dedicada a la limpieza su autor va estructurando una mentalidad rectora de su comportamiento en donde la grandeza socialmente reconocida ya no es percibida como determinante, ya que lo primordial y más deseable, es el hacer que configura el ser. Teniendo como base la convicción de que es precisamente por medio del hacer orientado a la realización del trabajo humilde con lo que se puede erigir la realización personal, por ser éste el menos susceptible de ser influido por la mentalidad individualista que hace del engrandecimiento personal el fin último de todos los actos. En plena correspondencia con el razonamiento de que la disminución del egocentrismo origina un fortalecimiento ético en el sujeto. Ya que la actividad de la limpieza antes que disminuir el progreso humano del responsable de ella, deviene un medio particularmente conveniente para que pueda poner en práctica un ideal de servicio, y en la medida que ese servicio constituye un bien y una conducta virtuosa, el mismo resulta decisivo para la confirmación de sus principios éticos en tanto permite materializarlos benéficamente en la vida cotidiana.
En este punto del análisis, cabe referir que no debe ser fortuito que el vocablo sustraer sea un sinónimo del verbo limpiar, porque, en último término, la elección del trabajo de limpieza por sobre otras profesiones con una evidente carga simbólica en términos de éxito y notoriedad, conlleva tácitamente la eliminación de comportamientos caracterizados por la soberbia que disminuyen sensiblemente la capacidad de actuar de manera virtuosa. En contra posición, es factible colegir que, quien valora y privilegia su oficio concerniente a la higiene, es porque concibe como prioritario lo modesto, de ahi su manejo de un esquema original de valoración de las cosas a partir del cual aspira a hacer de su actividad laboral una forma de acceder a un perfeccionamiento humano.
Lo anterior, determina la relevancia que advierte en un ser y quehacer que para otros resulta irrelevante, lo que le permite hacer de su esfuerzo físico una especie de activo intercambiable por la transformación benéfica de sí mismo. Aunque para ello, es preciso que el encargado de expulsar la suciedad interprete dicho acto como una metáfora de la eliminación de su propio deseo de grandeza según se la entiende y practica comúnmente. Ciertamente, una forma de proceder sumamente susceptible de ser incomprendida por quienes no reconocen lo egregio que subyace en lo mínimo, al grado de visualizar a sus congéneres que adoptan y viven gozosamente su labor de limpieza sin aspirar a una profesión mejor remunerada y con mayor prestigio social como sujetos extraños, carentes de buen juicio y deseo de superación. Pero, básicamente, se trata de una contra posición de perspectivas, cuyo resultado es la incomprensión de una forma de actuar perfectamente normal y coherente con una pauta de valor en donde lo primordial es significar el ser mediante una vida proyectada hacia el servicio del otro. Según un comportamiento que se ajusta con toda objetividad al proceder socialmente interpretable como meritorio o virtuoso, y, por tanto, diametralmente opuesto a aquello que es eticamente inapropiado y censurable.
Por otra parte, con relación al cariz ético de la acción de asear, es destacable también la significación que de suyo suscita en la existencia de su autor dicho uso del tiempo, al posicionarlo como el agente del bienestar proporcionado para la salud corporal y anímica de los usufructuantes de dicha tarea higiénica. Con la consecuente vinculación de su función modesta con lo socialmente conveniente. Si bien, debido a que se trata de una actividad profesional que no es socialmente protagónica sino más bien marginal, tiende a subyacer en el imaginario colectivo la idea de que la persona encargada de la limpieza es alguien de limitada capacidad intelectual y escasos conocimientos. Eso no deja de tener un cierto sesgo de prejuicio considerando los casos de individuos ocupados en dicho quehacer que tienen una notable inteligencia y notables conocimientos adquiridos de forma auto didacta. Por tanto, cuando el mismo se asume de manera voluntaria y se desarrolla con diligencia y esmero, produce una notable satisfacción, a saber, la pulcritud presente en el entorno laboral institucional o en el espacio doméstico –según sea el lugar en donde se efectúe–.
Así, desde cierto enfoque, la satisfacción obtenida es la retribución más relevante asociada a la labor de limpiar, misma que le recompensa a su autor de los aspectos desfavorables relacionados con su quehacer en los aspectos económico y social. Dicha satisfacción emana de la sensación de que su existir se encuentra ampliamente justificado, una necesidad de primer orden para cualquier ser humano, la cual, para ser eficientemente atendida, obliga al “esfuerzo y la repetición de lo cotidiano, de la disciplina, de la renuncia”[8].
Aspectos que se encuentran contenidos en el oficio de limpiar confiriéndole una fehaciente connotación de dignidad, a partir de ellos, el autor del mismo adquiere un nuevo estatus social en la medida que su marginalidad es transformada en una posición destacada en términos del mérito contenido en su proceder. Uno en donde la sutil grandeza residente en la sencilla acción de limpiar solamente es percibida por una minoría de la población, concibiéndola y valorándola como un medio de eliminar un rasgo de personalidad que en nada contribuye al perfeccionamiento humano, tal como lo es la arrogancia. Un considerable beneficio propiciado por el cariz de humildad subyacente en la labor de limpieza. No es fortuito que dentro de la iconografía católica con frecuencia se represente a San Martín de Porres con una escoba en las manos como símbolo de su ser y quehacer humildes.
Por tanto, quien invierte su tiempo, energías e inteligencia, para concretar actos de servicio a la alteridad, evita el riesgo de hacer de sus sesgos egoístas la medida de todas las cosas, definiendo con ello un consistente sentido de vida en la medida que en su persona se expresa un modo palmario de modestia, el derivado de un obrar manual que sin palabras comunica un poderoso mensaje, el de la virtud y del bien propiciados por el desinterés en la grandeza fincada en la superioridad y el orgullo.
Lo primero que ha de mencionarse con relación a esta profesión es que su imagen suele estar vinculada al desorden y la suciedad, debido a que para hacer una edificación deben hacerse una serie de labores que implican la utilización de distintos materiales de construcción proclives a causar un ambiente no sencillo de organizar y mantener limpio. Un elemento que llega a hacerlos sujetos de una actitud de poca valoración social, e incluso, de cierta estigmatización. Aunque ello no desalienta a quienes realizan dichas actividades de forma vocacional, lo que implica hacerlo poniendo en ello toda su voluntad y empeño. Lo cual constituye un signo fehaciente del uso de su libertad, misma que permite hacer aquello que se desea[9], disposición que le permite al sujeto sobreponerse a cualquier situación adversa, como ocurre en este caso, con la desfavorable imagen social existente sobre la ocupación de la albañileria, y, por extensión, sobre quien la realiza. Una imagen que omite el hecho de que, es precisamente este tipo de trabajador, quien hace posible la construcción de toda clase de edificaciones necesarias para el desarrollo de las distintas actividades públicas y privadas.
Se trata entonces, de alguien cuyo perfil como profesional resulta complejo, e incluso, puede interpretarse como indefinido, puesto que no tiene asegurado el prestigio del que gozan otros empleos como lo son el ejercicio de la medicina, el magisterio, la arquitectura o la ingenieria, entre muchas otras, de ahí que para obtenerlo se requiera un esfuerzo adicional que permita evidenciar un ejercicio laboral caracterizado por la competencia, la experiencia, la responsabilidad y la honestidad, a fin de revertir la imagen negativa existente sobre la albañilería. A partir de esa inercia se hace posible la trascendencia personal, una en donde se verifique una premisa fundamental, que la trascendencia sea un medio de fortalecimiento de la existencia cotidiana[10].
Eso, determina que en el quehacer cotidiano de la albañileria gradualmente se vaya delineando y consolidando un sentido de vida calificable como esencialmente humilde, no tanto por los ingresos que pueden obtenerse mediante el mismo, los cuales pueden ser considerables –en particular entre aquellos que adquieren el rango de contratistas y organizan e inspeccionan el trabajo de otros albañiles–, sino porque las personas que desempeñan dicho trabajo tienden a permanecer en el anonimato al no ser oficialmente identificados como los autores de las edificaciones efectuadas –literalmente con sus manos–, reconocimiento que predominantemente se reservará para otros profesionales que sí cuentan con estudios formales –aunque ello no garantize en modo alguno su competencia profesional–. Por tanto, la persona que elige el oficio de albañil y lo practica de la mejor manera posible porque disfruta hacerlo, y no por un exclusivo interés pecuniario, se convierte en un símbolo de humildad.
En correspondencia con esa connotación meritoria, el individuo dedicado a la albañilería encuentra su núcleo de motivación en la conciencia de su contribución capital para el inicio, avance y conclusión de cada una de las construcciones en las que participa. Lo que supone no solamente su aportación con relación al aspecto físico de su labor, sino también en términos de sus conocimientos adquiridos con la experiencia, los cuales pueden ser semejantes o superiores a los adquiridos por otros individuos con una preparación profesional avalada por una institución educativa. Una circunstancia que pone de relieve la capacidad de aprendizaje innata en el ser humano, la cual suscita un conocimiento cuya validez no depende de la adquisición de un título que lo avale sino de su funcionalidad práctica, ya que sus conocimientos son producto del aprendizaje proporcionado por la realización continua de su actividad durante años o décadas. Precisamente por ello, tienen un carácter más fiable y certero, ya que se derivan directamente de la realización de las distintas tareas involucradas en el oficio del albañil, con el consecuente aprendizaje en términos de lo que funciona y lo que no, es decir, a partir del método de prueba y error, ciertamente un recurso sencillo y básico, pero de gran eficacia para identificar la manera óptima de realizar un trabajo constructivo. De ahí que su ser y quehacer tengan una naturaleza predominantemente práctica. Al no ser lo suyo la teoría sino el hacer, es decir, el construir.
Siendo el rasgo más singular de su construir, que se trata de una actividad inscrita dentro de lo moralmente calificable como bueno en la medida que surge a partir de “la conjugación de los intereses personales con los verdaderamente comunes”[11], ello permite superar el riesgo de la motivación egocéntrica que induce a un comportamiento subordinado exclusivamente a la procuración de beneficios particulares. Así, puede conjeturarse que el factor económico no es el único incentivo para asumir el empleo de albañil, ya que se tiene también la motivación propiciada por la convicción de que el mismo constituye un medio que contribuye eficazmente a la realización personal. Así, en el hacer se va creando gradualmente el ser. El ser humano con sentido. Un sentido que surge a partir del servicio a los congéneres. Servicio cimentado en el actuar experto capaz de solucionar las necesidades constructivas.
En donde el individuo dedicado a la albañilería encuentra su eje central de motivación en la conciencia de su considerable utilidad social. Ello permite constatar que los conocimientos empíricos obtenidos mediante el ejercicio de la albañilería capacitan a su autor plenamente para el desempeño de su labor y lo sitúan en una posición de eminente dignidad, lo cual pone de relieve que la relevancia del ser humano no depende, en última instancia, de su ingreso económico, su prestigio social o su nivel educativo formal, sino de su aptitud para realizar actos con un evidente beneficio colectivo. En ese sentido, el trabajo del albañil representa una notable confirmación de que el sentido de vida se encuentra asequible para todo sujeto dispuesto a poner sus mejores talentos al servicio de la alteridad. De lo anterior, puede inferirse que más allá de la imagen estigmatizante que prevalece socialmente sobre su persona, todo individuo puede transformar su realidad a partir de su esfuerzo físico e intelectual, ello, en la medida que su hacer produce su ser, un ser con una sólida y clara orientación. Misma que surge de una justificación de primer orden: la utilidad. Partiendo de la premisa de que quien construye algo benéfico, se construye a sí mismo, tal como gradualmente va ocurriendo con el albañil en el curso de sus edificaciones materiales destinadas al resguardo, el descanso, el entretenimiento, el aprendizaje, la alimentación o cualquiera otra de las múltiples actividades humanas. Lo que sustenta la manifiesta utilidad de las edificaciones en las que se verifican. Utilidad que, por extensión, se traslada a quien las materializa.
En el orden de cosas suscrito, es factible interpretar el caso del individuo dedicado a la albañilería como un indicador del funcionamiento de la organización social a manera de un campo de posibilidades de realización personal. En donde, si bien la acción laboral no es la única vía, si es una de las que tienen una mayor pertinencia y relevancia para conseguir ese objetivo realizatorio. Ya que en el desarrollo laboral se ponen en práctica las capacidades más valiosas del sujeto, aquellas susceptibles de incidir en la atención de las necesidades del ser humano. De ahí que su singularidad pueda enlazarse propiciamente con lo colectivo según la siguiente inercia de beneficio mutuo. Por un lado, los usuarios de la obra construida por el albañil aprovechan los beneficios generados por la misma. Por el otro, dicho trabajador obtiene el más significativo bien asociado a una ocupación, “el perfeccionar al ser humano”[12].
Consecuentemente, para quien puede estimar en su justa dimensión dicha retribución, la misma supera con creces cualquier otra derivada de lo laboral, sobre todo, cuando se discierne que el perfeccionamiento es indispensable para dar un sentido a la vida, dado que es en el proceso de perfeccionar el ser que se alcanza la significación del mismo, por ser en esta dinámica que es posible elevar al nivel de la excelencia toda acción por más sencilla que sea. Porque, como bien lo entiende y práctica el albañil con la suficiente experiencia en la práctica de su oficio, el valor de la acción no está dado por su sencillez o complejidad sino por su aptitud para mejorar el entorno en que se irradia su influencia. Lo que conlleva ineludible y espontáneamente una disposición de servicio a los congéneres mediante el uso de todos los recursos personales para la consecución de ese objetivo no egocéntrico, ello, a fin de que pueda hacerse sin reservas ni dubitaciones. Por tanto, esas condiciones deben hacerse presentes en el quehacer cotidiano de la albañilería a fin de hacer de esta modesta labor un medio por medio del cual el individuo con tal vocación profesional pueda significar su ser y estar en el mundo.
3 El maestro rural
Ahora es el turno de examinar el desempeño profesional del docente que ejerce su magisterio en una zona rural. Al respecto, cabe indicar que se consideró pertinente tomarlo como caso de referencia por tratarse de una ocupación modesta que exige de su autor una personalidad consonante con ella. De ahí que sea poco atractiva para el sujeto arrogante, y que, además, prefiere ejercer la carrera docente en asentamientos urbanos dotados con todo el equipo y la infraestructura necesarios para desarrollar eficazmente su labor, así como con una mejor remuneración económica. Elementos generalmente ausentes entre las poblaciones de origen rural. Eso determina la presencia de un componente vocacional entre quienes toman la decisión de efectuar su trabajo de enseñanza en este tipo de comunidades no obstante los inconvenientes implicados en ello. Dado que únicamente en la lógica de un llamado al servicio del otro puede entenderse cualquier tipo de acción no redundante en un beneficio directo y evidente para el autor de la misma.
Con lo anterior, el motivo de dicho proceder debe ubicarse a partir de la obtención de un beneficio no tan evidente pero sí real. Una premisa que, con relación al quehacer del maestro rural, remite a la satisfacción que éste puede encontrar en la trasmisión de sus enseñanzas precisamente a aquellos que no tienen las condiciones más propicias para recibirlas, y, por tanto, con una mayor necesidad de las mismas. En secuela de ello, el sentido de vida de dicho formador se proyecta en el servicio dado a cada uno de sus educandos, un sentido permeado por la generosidad en el conocimiento compartido, pero más allá de eso, en un darse a sí mismo en cada interacción educativa desplegada dentro y fuera del aula. Teniendo como base la formación cultural que él recibió y que trasmitirá a su vez a sus alumnos[13].
Lo que determina una influencia notoria en el tipo de prácticas y saberes que se reproducen en el medio social en donde el docente ejerce su profesión, lo cual hace del mismo un agente decisivo para la dinámica de su colectividad. Si bien, en contraste con esa relevancia, frecuentemente su persona suele ocupar una condición marginal con relación a las estructuras políticas institucionales, dado que los conocimientos trasmitidos a sus alumnos constituyen simientes con el potencial de traducirse en posturas críticas hacia el orden de cosas dominante cuando en éste existen situaciones de desigualdad e injusticia.
Tal es su principal función. Ir más allá de la sola enseñanza de datos por medio de enseñar al otro a pensar a fin de valorar lo correcto e incorrecto. Incidencia que cimienta una patente significación vital para el maestro rural que no se encuentra al alcance de otros individuos caracterizados por una personalidad inmodesta. Al respecto, cabe anotar que un aspecto clave de la significación de la existencia del mentor rural se sustenta en su personalidad humilde, ya que al preferir lo sencillo y modesto, lo que no es socialmente espectacular ni protagónico, tiene el tiempo y la serenidad necesarios para realizar a plenitud su ministerio formativo, tanto entre la población infantil como en la adulta. A partir de un desempeño profesional ubicado a contra corriente del interés exclusivamente personal, ya que el mismo implica un sacrificio considerable al renunciar a una mejor remuneración económica, a un mejor estatus social y a las ventajas presentes en un entorno laboral urbano. Pero, ante todo, renuncia al egocentrismo, ya que su disposición vocacional lo orienta hacía el servicio y el éxodo de sí mismo, en la medida que prioriza la atención de las necesidades de aquellos con quienes interactúa en torno a un proceso de enseñanza-aprendizaje. De ahí que su esencia humana se singularice por la realización cotidiana de una labor tesonera y sin estridencias, cuyos resultados culminantes solamente se observan con el trascurso del tiempo. Por ello, el maestro rural es consciente de que, aunque trabaja en el presente, su perspectiva es de futuro. Cariz en el que igualmente se revela su sentido de la modestia, ya que acepta tácitamente que la repercusión más notable de su quehacer probablemente no le será reconocida tanto a él sino principalmente a otros docentes que en el futuro acompañen –usualmente ya en un contexto educativo urbano– en su proceso formativo a los alumnos que inicialmente el tuteló.
Una circunstancia de trasferencia del educando, por así definirla, que requiere la generosidad de efectuar el trabajo docente del mejor modo posible sin tener la seguridad de atestiguar la trascendencia incubada por el mismo a partir de su capacidad de convertir las aulas en un laboratorio en el que se enseñe a “analizar la realidad”[14], una aptitud analítica que resulta indispensable para acceder a cualquier aprendizaje, misma que se esfuerza en hacer emerger entre su población discipular cada formador laborante en el medio rural que actúa a partir de la resolución generada por una vocación consistente. Vocación que incide notablemente en el uso de su tiempo vital. Ya que, a partir de esa situación, lo utiliza en una proporción considerable para el ejercicio de su magisterio, lo cual equivale a asentar, para el otro en formación. Ese otro en quien se fundamenta el sentido de vida de cada maestro rural, quien hace de su magisterio una expresión simbólica de la grandeza contenida en el trabajo humilde, pero de notable repercusión formativa, puesto que de dicho hacer depende el ser-a-futuro de sus discípulos, el cual se va moldeando gradualmente mediante cada lección impartida pacientemente por el maestro que realiza su labor en un medio rural porque ha privilegiado el servicio sobre su beneficio personal. Ello, a partir de una tarea caracterizada por su complejidad “porque es un fenómeno humano o constructor de humanidad, y porque está inmersa en la realidad del mundo y debe capacitar a los educandos para afrontar o hacerse cargo de un mundo cada vez más complicado”[15].
Lo que implica necesariamente un componente altruista que lo haga susceptible de vivir no solamente para sí, sino también en función de un ostensible servicio a la alteridad. Atributo particularmente presente en el caso de quienes desempeñan su actividad docente en los medios rurales, al implicar éste la aceptación de un trabajo humilde que no garantiza la prosperidad económica ni el reconocimiento social, lo que envuelve un acto de valentía considerando que “la humildad exige valentía”[16].
Ciertamente, se trata de un acto de valor reflejado igualmente en la disposición del docente para dejar su población de origen para ir a laborar en comunidades generalmente distantes de la suya, así como renunciar al trato con quienes tienen relaciones parentales o afectivas, así como distanciarse físicamente del propio entorno cultural y social. Situación conducente a un permanente desafío en términos de adaptación a nuevas personas, espacios y costumbres –algo no menor considerando la tendencia humana al menor esfuerzo y al privilegiamiento de lo ya conocido–. Por lo cual el maestro rural no puede tener una personalidad proclive a la molicie que lo lleve a ser renuente al esfuerzo. Lo suyo es el deber ser que crea el ser. Es la acción empeñosa y formativa. Es la renuncia a lo inmediato en aras de lo mediato. Es la aceptación del esfuerzo presente a cambio del resultado futuro. Es la prioridad del beneficio del otro por sobre el beneficio del yo. Sobre esas premisas fundamentales despunta la significación de la existencia del formador rural. En donde dicha significación se encuentra naturalmente imbricada en el servicio expresado en la labor formativa que trasciende y perdura a través del tiempo, misma que se construye en cada sesión educativa con sus alumnos, en donde tiene lugar una interacción de tal profundidad que, eventualmente, les posibilita a éstos la progresiva “asimilación de valores”[17]. Valores que les permiten adquirir la estructura mental básica que actúa como el tamiz por el que atraviesa su interpretación de la realidad, sobre todo, la de carácter humano. En la línea de hechos enunciados, se concreta el moldeamiento del ser para el futuro[18] efectuado por el maestro rural. Quien ejerce una actividad profesional que, no obstante encontrarse más cercana al anonimato que al reconocimiento, tiene un rol formativamente protagónico, lo que envuelve una evidente situación de paradoja en la que se refleja una incongruencia entre la valoración de dicha actividad y su utilidad social.
En síntesis, todos los elementos registrados y examinados en torno al ser y quehacer del maestro rural lo perfilan como un contrapunto de la grandeza convencionalmente entendida, porque en su caso maneja una grandeza propia, caracterizada por cimentarse en lo opuesto, en la humildad de lo que no es reconocido como socialmente superior porque no tiene el brillo del éxito reflejado en una constante presencia en los medios de comunicación, en la asistencia a eventos públicos organizados por prestigiadas instituciones nacionales o internacionales, y en la adquisición de bienes materiales lujosos, entre otros marcadores de estatus social. En donde la humildad de su comportamiento es la manifestación de una sabiduría que capacita a dicho formador para elegir lo que es realmente trascendente, y por ello mismo, capaz de proporcionarle un bien de naturaleza efectivamente superior: la adquisición de un pleno sentido de vida.
4 El hermano menor franciscano
Finalmente, es conveniente revisar el caso de los integrantes de la orden de hermanos menores fundada por quien fuera conocido popularmente como San Francisco de Asís –y cuyo nombre de pila fue Juan Moriconi[19].
Por ser dicho caso un ejemplo de la procuración de un sentido de vida articulado en torno a lo humilde, lo cual se manifiesta desde la misma denominación alusiva a lo menor, es decir, a aquello alusivo a una circunstancia de inferioridad. En directa y total vinculación a la acción del servicio a los congéneres si se considera que el sujeto que se concibe a sí mismo como alguien con una posición ubicada por debajo de otros tiene una proclividad natural a comportarse como el servidor de ellos. Opuestamente, quien se percibe como superior a otros sujetos, estima tener el derecho de ser servido por ellos. Probablemente ese hecho fue tenido en cuenta por el fundador de la orden franciscana en el momento de adoptar para los seguidores de la misma la designación de hermanos menores, a fin de evidenciar de manera inequívoca y rotunda su asociación con lo mínimo, con la pobreza, con lo insignificante, en lo cual subyace la vocación del servicio a los demás, a quienes se estiman como más grandes y dignos de ser servidos.
Con lo anotado, se revela con nitidez el perfil de una significación para la existencia a partir de una actitud acentuadamente humilde, como intentaron ejemplificarlo los iniciadores del movimiento franciscano que efectivamente tuvieron como “Regla exclusiva el Evangelio y como temple vital el heroísmo de la voluntad”[20].
Ello, con base en un proyecto de vida que contrasta notoriamente con la presente sociedad contemporánea, en donde predomina la ideología laica y las actitudes hedonistas, promotoras de un proceder ubicado al margen de lo religioso y prefiriendo la comodidad y complacencia de los sentidos a las acciones que implican un esfuerzo o sacrificio que pone a prueba la voluntad. En ese contexto, el hermano menor franciscano que es congruente con su vocación vital, deviene una personificación del ser-en-sencillez dispuesto a hacer de su existencia un continuo y absoluto signo de oposición a toda forma de soberbia y auto exaltación, para lo cual, su ser y quehacer deben patentizar una fehaciente superación de la tendencia a hacer de la satisfacción del yo la motivación única o toral de sus obras.
Conducta, que, notoriamente, resulta anómala o desusada, aunque no necesariamente negativa. Al ser, en términos objetivos, más propiamente el reflejo de un acto de libre arbitrio, el de la elección de un sentido de vida sustentado en la imitación de Jesús de Nazaret, a quien consideran su maestro y prototipo de virtud, así como la representación superlativa de la humildad al haber aceptado renunciar a sus privilegios divinos y adoptar una condición humana. A partir de ello, la persona perteneciente a la orden franciscana, congruente con su vocación espiritual, discierne que en su condición de discípulo no puede sino tratar de reproducir el comportamiento de su mentor. Ese es el origen de su disposición a renunciar a una grandeza definida por los haberes económicos y materiales, tal como lo prescribe su voto de pobreza, el cual, conjuntamente con los de obediencia y castidad, constituyen los preceptos fundamentales de los seguidores del profeta originario de Asís, mismos que constituyen el mayor reto personal al suponer la renuncia a la satisfacción proporcionada por los haberes económicos y materiales, por la intimidad física con el prójimo, y por la prevalencia de la propia voluntad. Es decir, esencialmente remiten a un acto de desapego hacia a la complacencia del yo, lo cual, cuando se practica en el exceso suscita un egocentrismo que hace del sujeto un reo de sí mismo, o más precisamente, de sus apetencias ilimitadas.
Por otra parte, resulta determinante valorar también el hecho de que la atipicidad registrada en el pensamiento y la conducta de los hermanos menores franciscanos constituye un indicador de la plasticidad del desenvolvimiento humano, lo cual se advierte, entre muchos otros aspectos, en su capacidad de manifestar significaciones vitales de notable originalidad. En ello, a su vez, se denota la diversidad de respuestas posibles frente a una misma necesidad genérica, como sucede en este caso, con la de dotar de un propósito a la existencia. Para ese efecto, la orden religiosa de los franciscanos asumió como emblema el estatus de lo mínimo, de aquello que socialmente tiende a ser poco valorado, o incluso, rechazado. Debido a la prevalencia de una ideología de la grandeza mediante la que se promueve y privilegia la superioridad sobre el otro en todos sentidos. De ahí que se haga depender el prestigio exclusivamente del tener más, más bienes económicos y materiales que los demás, más prestigio, más inteligencia, más cultura, más estudios profesionales. Una dinámica en cuyo centro se ubica una postura ególatra que en absoluto estima otro tipo de bienes como lo serian la generosidad, la tolerancia, la honestidad, la justicia o la solidaridad. En tal contexto, se hace virtualmente imposible la emergencia y desarrollo de la humildad, por tanto, tampoco se concibe a ésta como un medio propicio para justificar el ser y estar en el mundo.
Por tanto, es precisamente la desmarcación o diferenciación ideológica de los franciscanos, la que les permite formular una concepción novedosa sobre la razón de existir que va “más allá de los intereses inmediatos y de la lucha diaria por la vida”[21]. Ello, en la medida que procura objetivos espirituales demandantes de una mayor espera para su consecución, al estar éstos orientados hacia una vida de orden eterno. En consecuencia, el sentido de vida normal o socialmente dominante, actúa en función del presente, mientras que el sentido de vida del seguidor de los ideales instituidos por San Francisco de Asís, es un ser humano que vive para el futuro. Un futuro de plena felicidad y perfecta comunión con Dios. Ese es su norte. Su ambición. Su tesoro. Esa es la razón por la cual su estilo de vida es percibido como algo particularmente extravagante por una sociedad con una notoria tendencia al laicismo y a creer exclusivamente en lo que puede experimentar con los sentidos.
Porque el franciscano es esencialmente alguien para lo divino, para lo sobrenatural, para lo que no puede tocarse ni verse, para lo que es exclusivamente accesible a su espíritu, a partir de la “aspiración general a una vida perfecta, es decir: a una vida justificante por entero en todos sus empeños y que garantice al yo una satisfacción pura y duradera”[22].
A partir de ello, lo espiritual se percibe como el cauce natural de una línea de pensamiento y comportamiento que aspira al desarrollo óptimo de las virtudes personales. Al respecto, quizá lo más relevante es que dicho proceder parte de la noción de que para obtenerlo todo es necesario renunciar a todo, en tanto que se valora primordialmente la pobreza material como medio de perfeccionamiento del yo, en razón de considerar indispensable dicho acto de desapego para estar en condiciones de adoptar un modo de vida por encima del mero interés en la acumulación económica y el goce sensual tan acusadamente dominante entre la población humana. Esos elementos hacen de la espiritualidad franciscana el basamento de un sentido de vida originado a partir de una elección toral, la elección del privilegiamiento de lo espiritual sobre lo material, si bien, dicha elección también termina incidiendo en el mundo concreto a partir de un ideal de servicio que supone la interacción con los congéneres. Una circunstancia que humaniza el proyecto de existencia del hermano menor y le permite superar el riesgo de adoptar una postura ajena a la realidad social.
El análisis de su caso permite observar la formulación de una significación vital generada a partir de un mundo de vida caracterizado por su radical originalidad, uno en donde se privilegia el ser por sobre el tener al tenerse la convicción de que ese el único modo en que puede tenerse una altruista actitud de servicio a la alteridad y no una de exclusiva procuración del interés personal, una actitud –esta última– que ha incidido notablemente en el debilitamiento del sentimiento de empatía y solidaridad entre los seres humanos al hacer del yo el centro regulador de todas las decisiones y acciones. Por ello, el sujeto que se esfuerza por poner en práctica lo mejor posible el sistema de ideas propuesto por quien también es conocido popularmente como el “pobre de Asís”, fundador de la orden de hermanos menores, deviene un representante de una ruta alterna para la existencia que pone de relieve la necesidad de exteriorizar lo más auténtico del fuero interno. Aquello que le permite a cada persona sentirse auténtica y profundamente singular. Así, aunque el programa espiritual heredado por San Francisco es el mismo para cada uno de quienes lo asumen, al ser vivido de manera individual, los efectos y matices mediante los que se expresa resultan distintos. Como las notas musicales de una sinfonía que, a pesar de su diversidad, logran fluir sobre el espacio de manera complementaria y armónica
Al respecto, lo más relevante para el tema de estudio que aquí nos ocupa, es que, en medio de la diversidad humana presente entre los frailes franciscanos, prevalece en ellos como denominador común la humildad a modo de eje de su pensamiento y accionar. Un rasgo que vino a constituir su principal aporte a la iglesia católica. De ahí que, quien ingresa a su orden de hermanos menores, tiene como imperativo moral convertirse en una representación personal de la humildad, esto es, hacer que su ser particular refleje lo más nítida y profundamente posible el ideal colectivo. En donde, la significación de una existencia basada en dicho ideal, necesariamente ha de estar motivada por la aspiración a la plenitud y la eternidad. Un objetivo superlativo que, a consideración del creyente, únicamente puede ser obtenido mediante la búsqueda de Dios, por considerarlo el único que puede trasmitir al ser humano una vida plena y eterna que tiene a la humildad como su quintaesencia. Tal es el designio involucrado en el acto de enfundarse el sayal franciscano.
Conclusiones
Los cuatro estudios de caso examinados en torno a un ser y quehacer caracterizado por la humildad, remiten a un modo de vida en el cual se pone en entredicho la consistencia de la idea de grandeza como tradicionalmente se le ha concebido. Ya que dichos casos proyectan una forma alternativa de entender y practicar dichas nociones en la medida que privilegian lo socialmente no valorado como más importante. Lo cual parte del hecho de que el encargado de la limpieza, el albañil, el maestro rural y hermano menor franciscano, son ejemplos sumamente ilustrativos de la relevancia contenida en los individuos con ocupaciones modestas que normalmente no captan los reflectores de los medios de comunicación, ni se resaltan como estereotipos de prestigio, al ubicarse en el ámbito de lo no estridente, de aquello que se reviste de una significación sutil, pero, ante todo, profundamente humilde.
A partir de la presencia de dicho componente de humildad es posible asentar que los cuatro casos analizados no son sino expresiones particulares de un mismo orden de cosas, el de la percepción del auténtico valor del ser humano, mismo que no depende de ningún referente circunstancial esencialmente externo a él (p. e. el poder, la riqueza material, la fama, etc.) sino de lo que realmente le es propio, y lo define, esto es, una existencia con la capacidad para pensar y actuar a partir de la dignidad exclusivamente conferida por el ejercicio del libre albedrio. Así, a partir de dicha conciencia, se entiende que la relevancia reside en lo que naturalmente se es, al ser esta la base desde la cual puede proyectarse el yo de manera fidedigna y trasmitir sus mejores atributos a la otredad. En caso opuesto, la manifestación de una apariencia, de un pretendido ser, conllevan el riesgo de una deformación de la personalidad que usualmente se traduce en una actitud de arrogancia. Polo opuesto de la humildad. Ese rasgo de personalidad cada vez menos usual en la sociedad contemporánea, no obstante que se trata de una de las virtudes con mayor reconocimiento social, una incongruencia probablemente suscitada por el hecho de que la misma se maneja más en lo discursivo que en lo práctico.
Por otra parte, es factible estimar que el sentido de vida articulado en torno a la humildad es una condición singular. Y esa singularidad se encuentra entretejida de verdad, por ser éste el componente nodal de dicha significación de la existencia. A partir de ello, quienes asean, construyen, enseñan o imitan a Cristo, no son, en última instancia, sino ejemplos de una misma necesidad, la de trascender, haciéndolo además con la conciencia de los límites y retos personales, lo cual es, finalmente, una forma de entender y practicar la humildad. Dentro de tal lógica es como resultan plenamente comprensibles los seres y quehaceres explorados en este trabajo, mismos que son el necesario contrapunto de la mentalidad imperante sobre la grandeza en tanto irradian una existencia distinta caracterizada por su condición modesta, desde la cual se asume una imagen social cuya efectiva trascendencia tiende a pasar inadvertida para la mirada superficial. Una desde la cual no se percibe el trasfondo de los hechos, y, por tanto, tampoco puede reconocerse el valor que subyace en ellos. De ahí que, para quienes tienen tal perspectiva, les sea virtualmente imposible percibir la real significación y alcance de las vidas y las actividades laborales imbuidas de humildad.
El efecto principal derivado de esa incapacidad para percibir el valor de lo humilde es la invisibilización, o más específicamente, la aparente invisibilidad de personas y trabajos que son ignorados o desestimados por quienes únicamente aprecian al sujeto y a la ocupación profesional sobresalientes, en particular, en lo económico, lo político y lo cultural. Un criterio evidentemente elitista a partir del cual solo se percibe aquello que representa mejor el estereotipo de lo exitoso e importante. En donde tales adjetivos responden a una perspectiva sumamente limitada de la esencia del ser humano, lo que los hace completamente ineficaces como medio de definición de lo que puede justificar una existencia. Una circunstancia que permite explicar la presencia de una considerable cantidad de población incapacitada para adquirir un efectivo sentido de vida en el cual fincar la justificación de su ser personal. De ahí la importancia decisiva de las alternativas reflejadas en las formas de vida revisadas en el presente estudio, en tanto ponen de manifiesto otras respuestas a la necesidad de pensar y actuar de modo que se supere el riesgo de hacer de la existencia una sinrazón a partir de la carencia de un porqué estar en el mundo.
Siendo el punto nodal de esa respuesta alternativa a la necesidad enunciada, que, al surgir de un ser y quehacer caracterizados por la humildad, deviene un rasgo objetivamente calificable como excepcional dada la prevalencia social de la procuración de lo opuesto: la grandeza. Y esa excepcionalidad es la que aporta la exploración de los estudios de casos del encargado del aseo, del albañil, del maestro rural y del hermano menor franciscano, a modo de ejemplos confirmatorios de que la realidad resulta lo suficientemente maleable como para permitir existencias no alineadas al sistema de ideas dominante, en donde el aspecto espiritual tiene una escasa o nula influencia en el ser humano, por lo que se vive exclusivamente en función de lo material. En dicho contexto, quien hace de su persona y trabajo una expresión genuina de humildad adquiere un estatus excepcional, en tanto que, en su caso, suele adoptar un sistema de creencias de orden espiritual, el cual constituye justamente el origen de su desinterés por el estereotipo de grandeza prevaleciente entre la mayoría de la población, al tener la capacidad de percibir otro tipo de grandeza, la definida a partir del valor del servicio, uno inspirado en la perspectiva filantrópica y el esfuerzo continuo.
Se trata entonces de un servicio singular. Uno en donde su autor no persigue un interés unilateral. Sino que en el mismo subyace un cariz dual, al procurarse en primera instancia servir a la otredad, y por medio de ello, obtener el beneficio para sí de una realización personal obtenida a partir de la orientación de su existencia. En tales condiciones, se produce la emergencia de su comportamiento anómalo frente a las vidas que procuran ante todo su propio beneficio, una actitud reflejada en que los servicios hechos a los demás siempre los harán a partir de la obtención de un beneficio económico o de algún otro tipo. Algo que anula ese servicio como un acto de altruismo o generosidad, colocándolo en una situación convencional de procuración de un interés egocéntrico. De ahí que los casos usados como referentes del sentido de vida basado en la humildad tienen una notable carga simbólica, en la medida que tácitamente ponen en entredicho la consistencia de la grandeza promovida por la sociedad contemporánea, ello, mediante la concepción y vivencia de una pequeñez asumida voluntariamente como una forma de revestir el yo de una grandeza auténtica y permanente, puesto que la aparente grandeza asociada frecuentemente al ejercicio de poder, al caudal pecuniario y a la fama, finalmente exhibe su condición endeble y evanescente.
El corolario necesario de todo lo enunciado, es la noción de que la grandeza inherente a la pequeñez supone un enfoque centrado en lo esencial que supera el nivel de lo superficial y aparente, es decir, de esos elementos que no suministran nada substancial a la justificación del ser humano. Una consecución cabalmente alcanzable mediante el ejercicio de la humildad, una virtud que permite efectuar las labores más modestas de la mejor manera posible, bajo la premisa de que lo relevante es la disposición anímica que las alienta, esto es, el deseo de servir, experimentado como un impulso clave de un yo capaz de un accionar profesional productor de los más profundos beneficios para lo individual y lo colectivo.
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[1] Teun Adrianus Van Dijk, Ideología. Una aproximación multidisciplinaria (Barcelona: Editorial Gedisa, 2006), 48.
[2] Carlos Beorlegui, Antropología filosófica. Nosotros: urdidumbre solidaria y responsable (Bilbao: Universidad de Deusto, 2009), 314.
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[7] Camps, Victoria, Virtudes públicas (Madrid: Espasa Calpe, 1996), 91.
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[10] Zemelman, Hugo, Necesidad de conciencia. Un modo de construir conocimiento (Barcelona: Anthropos Editorial, 2002), 73.
[11] Sánchez Vázquez, Adolfo, Ética (México, D. F.: Ramdom House Mondadori, 2006), 145.
[12] Pía Chirinos, María, Claves para una antropología del trabajo (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 2006), 13.
[13] Gimeno Sacristán, José, Docencia y Cultura Escolar. Reformas y modelo educativo (Buenos Aires: Lugar Editorial, 1997), 87.
[14] Delval, Juan, Los fines de la educación (México, D. F.: Siglo XXI Editores, 1991), 84.
[15] López Calva, J. Martin, Educación personalizante. Una perspectiva integradora (México, D. F.: Siglo XXI Editores, 2003), 11.
[16] Freire, Paulo, Cartas a quien pretende enseñar (México, D. F.: Siglo Veintiuno Editores, 1994), 75.
[17] Villalpando, José Manuel, Filosofía de la educación (México, D. F.: Editorial Porrúa, 1978), 12.
[18] Siendo definible de ese modo cada educando.
[19] Pardo Bazán, Emilia, San Francisco de Asís. (siglo XIII) (México, D. F.: Editorial Porrúa, 1994), 77.
[20] Merino, José Antonio, Historia de la filosofía franciscana (Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 1993), 4.
[21] Boff, Leonard, La irrupción del espíritu en la evolución y en la historia (Madrid: Editorial Trotta, 2017), 43.
[22] Husserl, Edmund, RENOVACIÓN del hombre y de la cultura. Cinco ensayos (Barcelona: Anthropos Editorial, 2002), 32.